martes, 30 de noviembre de 2010

Otra cicatriz

No estoy seguro de cuántas cicatrices podría contar en total sobre mi cuerpo; pero tengo identificadas al menos cuatro, tres de ellas en el lado izquierdo. Solamente una de estas cicatrices es evidente para cualquier persona que me conozca: esa que marca mi entrecejo con una severa línea diagonal. Las otras, en el vientre y sobre la rodilla, son un completo misterio para cualquiera, incluso si me han visto usando traje de baño, puesto que son pequeñas y casi imperceptibles. Tanto así, que la del vientre se descubre más por el tacto que por la vista. La última de las cuatro, recién estrenada, adorna la parte inferior de la palma de mi mano.

Pero casi no me cabe duda de que la primera de todas fue la del entrecejo. Ya tiene, si no me falla la memoria, 23 o 24 años de antigüedad. Era de noche cuando me la hice. Mi prima y un tío, con poca diferencia de edad, saltaban desde una cama hacia otra en el dormitorio de mi abuela materna y me invitaron a jugar con ellos. Yo no era muy osado y recuerdo bien que no fui de buena gana a subirme en una de las camas, la más grande, para saltar hacia la otra. El espacio que las dividía era equivalente a la anchura del velador que había entre ellas. Y la cosa es que no salté. No recuerdo cómo —mi prima dijo haberme empujado inadvertidamente—, pero caí desde el borde de la cama hacia el pasillo. La extensión de mi pequeño cuerpo no alcanzaba a llegar hasta el colchón de la otra cama; pero tampoco me arrojaba de lleno en el pasillo, de modo que golpeé mi frente bien contra el velador, bien contra el larguero de la otra cama o, incluso, contra ambos. Brotó la sangre fluidamente justo por en frente de mis ojos, aunque no la recuerdo de color rojo, sino algo así como café claro, y muy espesa. Luego recuerdo que algún adulto me tenía en sus brazos y me habían puesto una toalla para frenar la hemorragia. Viajamos en un auto, no sé si era un taxi o un colectivo, pero al menos recuerdo que era un auto. Recuerdo fugazmente el momento de estar siendo atendido. Y después volvimos en micro. Cuando iba bajando, mi mamá —impactada aún con el accidente— me dijo que no saltara al dejar la micro, pero era difícil ser tan pequeño y bajar de la micro con esos escalones tan desconsiderados para mí en ese entonces. Así que salté igualmente, demostrando mi buen estado físico y una recuperación anímica también.

La última me la hice el 19 de agosto pasado, con mi destornillador favorito. Fue accidental, por cierto. Era mi segundo día en el mini–departamento de la residencia universitaria donde conseguí alojamiento, llevado más bien por un impulso irracional que por la dubitativa reflexión, y había vuelto del tercer viajé en ese día para comprar cosas en la tienda y el supermercado, de modo que pudiera tener los elementos básicos y necesarios para la vida diaria en este lugar. Estaba agotadísimo a causa del peso enorme de las bolsas, si bien todas se rompieron: la última que me quedó, hecha de género, estaba completamente rajada en el fondo cuando llegué al departamento. No solamente tuve que hacer esfuerzos enormes para traer esas cosas hasta acá, sino que perdí uno de los costosos vasos que había comprado. Y no es que fueran vasos de lujo, sino que todo era sumamente costoso en la tienda donde conseguí mis utensilios, si bien otras personas los consideraban una ganga. Entre otras cosas, me compré un cuchillo carnicero lo suficientemente grande para cercenar los trozos de carne que suelo usar en mis sopas. El cuchillo venía atado con unos frenos plásticos sobre una base de cartón y yo no tenía nada en el departamento para cortarlos: ni siquiera un par de tijeras. Ahora que lo recuerdo, creo haber tratado de usar infructuosamente el cortaúñas y que no dio un buen resultado. Me decidí, por lo tanto, a hacer presión con mi destornillador favorito, que traje especialmente desde Santiago a causa de su comprobada utilidad en diversas necesidades. El cansancio excesivo me tenía los brazos y manos adormecidos, lo cual me hacía ser especialmente torpe al manipular cualquier cosa. Esto derivó en que, después de hacer presión sobre uno de los amarres del cuchillo y sin haberlo podido cortar, pasé a llevar la parte inferior de mi palma izquierda y me abrí una herida de poco más de un centímetro de largo y de medio centímetro en su parte más ancha. No teniendo nada más a mano, aunque gracias a Dios tenía algo, puse un resistente parche curita sobre la herida, apenas habiéndola lavado con agua antes de hacerlo. La cicatrización completa tomó poco más de dos meses y, como avanzaba tan bien, yo imaginaba que la herida desaparecería por completo y no dejaría ninguna marca. Sin embargo, ya hace un par de semanas es evidente que no habrá más evolución en la zona: se ha uniformado el color de la piel y tengo una clara hendidura.

De las otras cicatrices, no recuerdo cómo llegaron ahí; pero sospecho que la de la rodilla tenga una antigüedad aproximada de 21 o 22 años, pues por ese entonces sufrí una caída importante con heridas y sangramiento desde ambas rodillas en la vereda al frente de la casa de mi abuela materna, aunque, siendo más precisos, me encontraba frente al terreno de la casa de su vecina, la Tía Nana, como le decíamos los niños a esta viejecita. De modo que tengo claro el origen de las dos más visibles y grandes cicatrices que pueblan mi cuerpo: ambas fueron accidentales y no producto de una intervención programada, de modo que está marcado su carácter indeseado e imprevisto. Y, hasta donde sé, ambas son imborrables también. Marcas de situaciones que hubiese preferido no experimentar y ante las que fui reticente, aunque arriesgado también. Parece inevitable que resulte herido cada vez que improviso en algo: por eso me gusta mantener todas mis actividades perfectamente programadas. Podría decir lo mismo de mi decisión de postular a las Becas Chile e iniciar este Magíster, puesto que implicó renunciar a mi cuidadosa planificación anterior y someterme al tormentoso proceso que se extendió por un año y medio hasta cuando recibí la oferta incondicional. Más aún, implica que me aleje de mi ciudad durante periodos prolongados de tiempo.

Es tan inevitable, sin embargo, resultar heridos mientras vivimos, que no nos queda otro fin más que resignarnos luego de todas las quejas que profiramos durante el fervor de la herida recién abierta. Tenemos cuerpos frágiles, debiluchos, y los pedazos que perdemos a causa de los leves roces con la realidad no van a retornar. Y ocurre así mismo con las dimensiones no tan físicas de nuestra mismidad.