jueves, 8 de marzo de 2012

Fidelidad e Ideología


Las relaciones interpersonales dependen de muchos factores. Pero no dudo en establecer que su factor esencial son las emociones y sentimientos que nos conectan con los demás. Estas emociones y sentimientos son personales e incomunicables en la plenitud de su experiencia, de modo que la forma en que se configura cada relación resulta intrazable al fin de cuentas: tratar de diagramar esto es como adivinar lo que alguien sueña observándolo al dormir. Pero, más allá de la posibilidad o imposibilidad de leer las emociones anidadas en el interior de cada hombre, me resulta obvio que nuestras relaciones interpersonales se construyen principalmente sobre ellas: partiendo desde la primera impresión que nos causa cualquier persona. No estaré de acuerdo, por ende, ni tampoco me esforzaré por entender a quien pretende interponer la ideología como criterio al momento de relacionarse con otro. Los sentimientos y las emociones son reacciones anímicas genuinas. Las ideas, en cambio, requieren de una elaboración cuidadosa: por eso hay muchas personas que las descuidan y no las desarrollan. ¡Cuán sabios son! ¡Y cuán necios quienes los desprecian a causa de que «no tienen ideas claras»!

¿Cuándo fue que, con el Eduardo, nos subimos en una micro después de tener un desacuerdo ideológico en el paradero y uno de los dos pagó ambos pasajes? Al menos recuerdo que estábamos vistiendo el uniforme del Liceo y que el desacuerdo en la discusión previa no produjo ninguna respuesta emocional en ninguno de los dos. El hecho de que uno haya pagado ambos pasajes vino a confirmar que la interacción ideológica corría por un riel separado de la emocional. O que la emocional era lo suficientemente fuerte para no dejarse influir por la ideológica. ¿Pero cómo podría, de todas maneras, si las emociones son algo que experimentamos y las ideas son apenas algo en lo que creemos? Las ideas nos son extrañas: no puedo entender que uno juzgue a otro emocionalmente sobre la base de las ideas que expresa. Pensar que las ideas son apropiadas para juzgar al otro es errado. Creer que las ideas son un criterio válido para evaluar intelectualmente al otro refleja una sumisión a las ideas. ¿Acaso no es mucho más grande un hombre que cambia ('traiciona') una y otra vez sus ideas que otro religiosamente fiel a ellas? ¿Acaso no es un zopenco aquel que valora las ideas por encima de lo genuinamente humano?

Si admiro el «mundo sin fronteras» es precisamente porque este es el tipo de mundo que quiero vivir en la realidad. Al menos en lo que respecta a la libertad. Por eso es que admiro Gekiganger 3: ¿no han visto que aparece en el contexto de una lucha por la libertad también? ¿Que el Nadesico zarpa en una misión independiente para involucrarse en la guerra y tratar de terminarla?

Recuerdo la primera vez que pensé en despreciar las ideas en general. El 2001, en el Liceo, sentado en el escaño frente a la Inspectoría General, le comenté al Eduardo lo que había estado pensando la noche anterior: que las ideas no eran más que un estorbo y debían ser despreciadas. Él estuvo, por primera vez, en desacuerdo conmigo. Y me decidí a seguir reflexionando, porque el Eduardo era mi primer (y muchas veces único) filtro para medir la sensatez de las cosas que pensaba. Pero volví a la misma conclusión: las ideas son despreciables porque justifican el sufrimiento de las personas y las agresiones de unos contra otros. Creí que sería necesario dejar de hablar e irse a vivir en el bosque o en la montaña. Asumí como cierta la historia del Sileno revelando la verdad más fundamental del hombre: que lo mejor para él es no haber nacido y, una vez nacido, cruzar cuanto antes el umbral de la muerte. ¿Cómo no creer en esto cuando te das cuenta de que el sufrimiento humano es lo más despreciable que puede haber en el mundo y que los propios hombres lo están propiciando y, peor aún, justificando con complejas ideologías? Esto no puede estar bien nunca de ninguna manera. Y el Eduardo me creyó la segunda vez que le conversé de lo mismo.

La sacralización de la ideología, pues, hace nacer una fidelidad a ella. Y se habla, entonces, de la 'consecuencia' de algunos como algo admirable. En verdad, pocas cosas me producen un rechazo tan inmediato. Porque estos, que son los más fanáticos defensores de las ideologías, son los más entusiastas también cuando se trata de maltratar a otros y de justificar estos apremios. Su locura resulta tan extrema como para justificar dolorosas torturas y múltiples fusilamientos. El extravío de sus mentes los conlleva a elaborar complicadas formas de dirigir las vidas ajenas y de producir un dolor constante en las personas.

Por eso creía que una persona verdaderamente inteligente o noble no podía ser aquella que mantuviera siempre las mismas ideas, sino aquella que cambiara sus ideas. O que al menos no justifique el maltrato de terceros, agregaría ahora.

Siento que es difícil explicar esta aversión a las ideologías si hay quienes me acusan a mí de también mantener una. Pero dudo mucho de esa acusación cuando mis proposiciones tienen más que ver con desechar las ideologías actuales (y pasadas) que con instaurar ideologías nuevas. Hay una especie de esquema fijo en sus mentes: que cualquier oposición a su ideología implica, necesariamente, la proposición de otra con un sistema alternativo que debe ser implementado en reemplazo del imperante. No imaginan que alguien proponga prescindir por completo de sistema alguno. No creen que pueda haber una ausencia de ideología. Su fidelidad irrestricta a la ideología les impide imaginar que puede haber hombres nobles sin una ideología en mente. Porque, hasta ahora, ellos han considerado simplones o limitados a quienes carecen de una ideología. Y, entonces, acusan que su dogmatismo está replicado en los demás y, por lo tanto, todos quedan moralmente inhabilitados para acusarlos de dogmáticos.

Pues bien, yo me propongo dejar de lado todo dogmatismo y respaldar la total ausencia de una ideología que impere sobre quien no cree en ella. Me propongo, así, barrer las ideologías del mundo para que le demos espacio a la persona y su libertad.