martes, 30 de noviembre de 2010

Otra cicatriz

No estoy seguro de cuántas cicatrices podría contar en total sobre mi cuerpo; pero tengo identificadas al menos cuatro, tres de ellas en el lado izquierdo. Solamente una de estas cicatrices es evidente para cualquier persona que me conozca: esa que marca mi entrecejo con una severa línea diagonal. Las otras, en el vientre y sobre la rodilla, son un completo misterio para cualquiera, incluso si me han visto usando traje de baño, puesto que son pequeñas y casi imperceptibles. Tanto así, que la del vientre se descubre más por el tacto que por la vista. La última de las cuatro, recién estrenada, adorna la parte inferior de la palma de mi mano.

Pero casi no me cabe duda de que la primera de todas fue la del entrecejo. Ya tiene, si no me falla la memoria, 23 o 24 años de antigüedad. Era de noche cuando me la hice. Mi prima y un tío, con poca diferencia de edad, saltaban desde una cama hacia otra en el dormitorio de mi abuela materna y me invitaron a jugar con ellos. Yo no era muy osado y recuerdo bien que no fui de buena gana a subirme en una de las camas, la más grande, para saltar hacia la otra. El espacio que las dividía era equivalente a la anchura del velador que había entre ellas. Y la cosa es que no salté. No recuerdo cómo —mi prima dijo haberme empujado inadvertidamente—, pero caí desde el borde de la cama hacia el pasillo. La extensión de mi pequeño cuerpo no alcanzaba a llegar hasta el colchón de la otra cama; pero tampoco me arrojaba de lleno en el pasillo, de modo que golpeé mi frente bien contra el velador, bien contra el larguero de la otra cama o, incluso, contra ambos. Brotó la sangre fluidamente justo por en frente de mis ojos, aunque no la recuerdo de color rojo, sino algo así como café claro, y muy espesa. Luego recuerdo que algún adulto me tenía en sus brazos y me habían puesto una toalla para frenar la hemorragia. Viajamos en un auto, no sé si era un taxi o un colectivo, pero al menos recuerdo que era un auto. Recuerdo fugazmente el momento de estar siendo atendido. Y después volvimos en micro. Cuando iba bajando, mi mamá —impactada aún con el accidente— me dijo que no saltara al dejar la micro, pero era difícil ser tan pequeño y bajar de la micro con esos escalones tan desconsiderados para mí en ese entonces. Así que salté igualmente, demostrando mi buen estado físico y una recuperación anímica también.

La última me la hice el 19 de agosto pasado, con mi destornillador favorito. Fue accidental, por cierto. Era mi segundo día en el mini–departamento de la residencia universitaria donde conseguí alojamiento, llevado más bien por un impulso irracional que por la dubitativa reflexión, y había vuelto del tercer viajé en ese día para comprar cosas en la tienda y el supermercado, de modo que pudiera tener los elementos básicos y necesarios para la vida diaria en este lugar. Estaba agotadísimo a causa del peso enorme de las bolsas, si bien todas se rompieron: la última que me quedó, hecha de género, estaba completamente rajada en el fondo cuando llegué al departamento. No solamente tuve que hacer esfuerzos enormes para traer esas cosas hasta acá, sino que perdí uno de los costosos vasos que había comprado. Y no es que fueran vasos de lujo, sino que todo era sumamente costoso en la tienda donde conseguí mis utensilios, si bien otras personas los consideraban una ganga. Entre otras cosas, me compré un cuchillo carnicero lo suficientemente grande para cercenar los trozos de carne que suelo usar en mis sopas. El cuchillo venía atado con unos frenos plásticos sobre una base de cartón y yo no tenía nada en el departamento para cortarlos: ni siquiera un par de tijeras. Ahora que lo recuerdo, creo haber tratado de usar infructuosamente el cortaúñas y que no dio un buen resultado. Me decidí, por lo tanto, a hacer presión con mi destornillador favorito, que traje especialmente desde Santiago a causa de su comprobada utilidad en diversas necesidades. El cansancio excesivo me tenía los brazos y manos adormecidos, lo cual me hacía ser especialmente torpe al manipular cualquier cosa. Esto derivó en que, después de hacer presión sobre uno de los amarres del cuchillo y sin haberlo podido cortar, pasé a llevar la parte inferior de mi palma izquierda y me abrí una herida de poco más de un centímetro de largo y de medio centímetro en su parte más ancha. No teniendo nada más a mano, aunque gracias a Dios tenía algo, puse un resistente parche curita sobre la herida, apenas habiéndola lavado con agua antes de hacerlo. La cicatrización completa tomó poco más de dos meses y, como avanzaba tan bien, yo imaginaba que la herida desaparecería por completo y no dejaría ninguna marca. Sin embargo, ya hace un par de semanas es evidente que no habrá más evolución en la zona: se ha uniformado el color de la piel y tengo una clara hendidura.

De las otras cicatrices, no recuerdo cómo llegaron ahí; pero sospecho que la de la rodilla tenga una antigüedad aproximada de 21 o 22 años, pues por ese entonces sufrí una caída importante con heridas y sangramiento desde ambas rodillas en la vereda al frente de la casa de mi abuela materna, aunque, siendo más precisos, me encontraba frente al terreno de la casa de su vecina, la Tía Nana, como le decíamos los niños a esta viejecita. De modo que tengo claro el origen de las dos más visibles y grandes cicatrices que pueblan mi cuerpo: ambas fueron accidentales y no producto de una intervención programada, de modo que está marcado su carácter indeseado e imprevisto. Y, hasta donde sé, ambas son imborrables también. Marcas de situaciones que hubiese preferido no experimentar y ante las que fui reticente, aunque arriesgado también. Parece inevitable que resulte herido cada vez que improviso en algo: por eso me gusta mantener todas mis actividades perfectamente programadas. Podría decir lo mismo de mi decisión de postular a las Becas Chile e iniciar este Magíster, puesto que implicó renunciar a mi cuidadosa planificación anterior y someterme al tormentoso proceso que se extendió por un año y medio hasta cuando recibí la oferta incondicional. Más aún, implica que me aleje de mi ciudad durante periodos prolongados de tiempo.

Es tan inevitable, sin embargo, resultar heridos mientras vivimos, que no nos queda otro fin más que resignarnos luego de todas las quejas que profiramos durante el fervor de la herida recién abierta. Tenemos cuerpos frágiles, debiluchos, y los pedazos que perdemos a causa de los leves roces con la realidad no van a retornar. Y ocurre así mismo con las dimensiones no tan físicas de nuestra mismidad.

viernes, 29 de octubre de 2010

Aprendiendo la lengua inglesa



Interactuar usando una lengua distinta de la materna no es algo que pueda llegar a ocurrir de forma automática en el caso de lenguas distantes, como es el caso —no mucho, pero distantes al fin y al cabo— de la española con la inglesa. Falta una semana para que se cumplan cuatro meses desde que llegué a Canberra y todavía no hablo ni entiendo fluidamente el inglés. Mis competencias han mejorado desde entonces, pero todavía no han llegado al grado de la fluidez. Imagino que tal vez habría sido más rápido si hubiese tenido que asistir a clases: así me vería obligado a tener interacciones constantes en la lengua local y no podría quedarme encerrado durante todo el día en la oficina investigando. A pesar de esto, he tenido que arrendar un dormitorio (al principio) y un mini-departamento (desde hace un par de meses), he tenido que comprar y tomar el bus, he tenido que solicitar ayuda en la biblioteca para escanear documentos microfilmados, he tenido que sostener varias reuniones con mi profesora guía y una con el panel de profesores guías (tres profesoras), he tenido (aunque esto fue por voluntad propia) que participar en las sesiones de lectura y traducción de textos latinos y griegos y he tenido que enfrentar otras pequeñas situaciones que me han obligado a caer en la interacción lingüística. Siento que no siempre he logrado darme a entender de la forma tan precisa como me gusta hacerlo en español, pero he logrado mi cometido en la mayoría de los casos. Tampoco hay otra manera de mejorar mis competencias: tengo que conversar con otras personas y tanto mejor si es en una situación que implique la consecución de metas importantes para mí (como comprar una bolsa de pan por ejemplo).

A través de este proceso, he notado ciertas percepciones mías acerca del entorno y de las personas a mi alrededor que, según me parecen, han surgido desde mi capacidad para la interacción lingüística con los otros. Desde un principio, noté que me incomodaba escuchar a los chinos hablando su propia lengua en la calle o en la universidad. También he notado que mi sensación de realidad era difusa en un comienzo y se ha ido afirmando a medida que pasa el tiempo. Y asimismo me costaba entender los nombres de las personas cuando me las presentaban por primera vez y no me animaba ni a saludarlas posteriormente. Todo esto se relaciona con mi propia capacidad de interactuar con los otros y con la capacidad que yo percibo en ellos para interactuar conmigo. Los chinos me causan hasta ahora cierta repulsión a causa de que yo sé que me es imposible interactuar con ellos en su lengua y siento que están descartando cualquier tipo de interacción con otras personas (yo incluso) al utilizar su lengua vernácula en lugar de la lengua local: este sentimiento no se reproduce en ideas racistas ni nada por el estilo, puesto que yo creo conocer perfectamente su explicación y, por lo tanto, no pasa de ser una impresión emocional. Mi sensación de la realidad, por otra parte, viene siendo cada vez más concreta y patente a causa, según me parece, de mi progresivamente mejor capacidad para referirme a ella: no tan solo para nombrar las cosas, sino también para hablar acerca de lo que yo y otros hacemos o podríamos hacer en espacios y tiempos conocidos para todos (y plausibles en nuestra realidad cotidiana). Mi ánimo, por último, para interactuar con angloparlantes era prácticamente nulo en un principio: no quería siquiera tratar de hacer algo que estaba seguro de que no podría hacer bien; todavía no me siento cómodo en todas las situaciones, pero sí me he visto iniciando conversaciones totalmente innecesarias por el puro placer de conversar y creo que lo he hecho porque me he sentido capaz de comunicar lo que quiero transmitir al otro y de entender lo que el otro quiera mostrarme.

Para mí no solamente es interesante ir descubriendo el mundo angloparlante, sino que me resulta muy atractivo tomar conciencia del proceso y de cómo lo experimento. Darme cuenta de que mis impresiones acerca de las otras personas, mi percepción del entorno y mi ánimo para interactuar con otros se hallan en tan íntima dependencia de las competencias lingüísticas me parece sorprendente y lógico al mismo tiempo. Pero, por sobre todo, me hacen sentir más deseos de dominar cuanto antes esta lengua esquiva y aún indómita para mí.

martes, 12 de octubre de 2010

Día del Latín



Tradicionalmente, este día celebrábamos el «Día del Latín» en el Centro de Estudios Clásicos. Cobra mayor relevancia hoy, a un año de la muerte de quien lo instituyera, la Dra Giuseppina Grammatico, cuyo nombre ornamenta ahora también esta unidad académica. Siendo Día de la Hispanidad, de la Raza y de la Lengua Española, parece apropiado vincularlo también con el Latín, puesto que se conecta con el Descubrimiento de América por Colón, acontecimiento que puso en contacto la Cultura Grecorromana con la inmensa diversidad del continente que empezaban a conocer públicamente entonces los europeos.

El Centro de Estudios Clásicos es una de las más pequeñas unidades académicas en la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación. Esto se debe, en gran medida, a la escasa popularidad de la que gozan los Estudios Clásicos. Sin embargo, es una de las más productivas en cuanto a investigación y difusión y debe ser una de las que más renombre otorga a esta universidad en el ámbito nacional e internacional, gracias a sus publicaciones y a los congresos académicos celebrados en Chile y el extranjero.

La escasa demanda existente por los programas académicos que ofrece el Centro de Estudios Clásicos lo coloca en una posición debilitada a la hora de confrontarlo con ciertos estándares exigidos según criterios estrictamente no académicos, aunque populares incluso al interior de la universidad: la utilidad práctica de los Estudios Clásicos, la rentabilidad del Centro y el restringido campo laboral suelen ser los aspectos más delicados y disgustantes cuando asistimos a la incoación de las dudas ajenas. Pero nosotros no nos dejamos amedrentar, porque sabemos que estamos en condiciones de responder y de reaccionar frente a estas interrogaciones impertinentes.

El problema, por lo tanto, es más bien de imagen que de estructura: de forma y no de fondo. Y podemos abordarlo desde dos perspectivas concretas: la difusión y la consolidación. En cuanto a la difusión, se ofrecen como buenas alternativas la publicación más ampliada de las actividades del Centro de Estudios Clásicos y de los contenidos académicos que están siendo tratados en su seno, a la vez que la oferta de clases y talleres de lenguas y cultura clásica tanto al interior como al exterior de la UMCE: estas ideas fueron planteadas por el Presidente del Centro de Alumnos de Estudios Clásicos durante las reuniones fundacionales a principios del semestre de Otoño. En cuanto a la consolidación, podemos estimar apropiado que los programas ofrecidos por el Centro se sometan a los procesos dirigidos por la Comisión Nacional de Acreditación.

El primer paso ha de ser, entonces, la acreditación de la Licenciatura (no es posible acreditar un Bachillerato o Diplomado): esto facilitaría el crecimiento necesario para conseguir la acreditación de los programas de Magíster en el futuro. La acreditación del programa de pregrado implica que haya al menos una promoción de alumnos egresados y una ingente cantidad de trabajo burocrático. Puede significar, en cambio, la atracción de más alumnos en el futuro, puesto que asegura el acceso a fuentes de financiamiento. Contraería, además, prestigio indiscutible al Centro de Estudios Clásicos: tener una carrera acreditada quiere decir que las cosas se están haciendo bien.

El paso siguiente, más lejano y definitivo, es la acreditación de los programas de Magíster. No podríamos conseguirla de inmediato porque se requiere un núcleo académico con un número de profesores estables no inferior a cuatro y actualmente contamos solo con tres (aunque es posible que me equivoque en este punto). De cualquier manera, la acreditación de programas de posgrado implica aún más trabajo que la acreditación de los programas de pregrado, debiéndose aguardar algo más de tiempo para conseguirla. De obtenerse, también contraería un enorme prestigio académico, ya merecido ahora, pero confirmado entonces. Y, de paso, otorgaría la posibilidad de que los alumnos de estos programas postularen a la Beca de Magíster Nacional ofrecida por la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica.

El trabajo requerido es arduo, pero en el Centro de Estudios Clásicos ya estamos acostumbrados a esto. Quienes hemos estudiado allí (y quienes aún lo hacen) solíamos compatibilizar el trabajo con las clases, puesto que estas son dictadas en horario vespertino, y aun así lograr buenos resultados. No nos amedrentamos porque tuvimos la más esforzada de las maestras como nuestra guía in corpore hasta el año pasado e in anima hasta el día de hoy: de su mano seguiremos remotando una y otra vez hasta la cima el monte de la Academia.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Bicentenario del Primer Gobierno Nacional


Este será el primer 18 de septiembre que pase fuera de Chile (incluso fuera de Santiago). En un primer momento, siento que no me importa mucho porque, como ocurre con otras fiestas, la celebración parece ser gratuita en lugar de estar vinculada con algo que ocurrió efectivamente alguna vez. Y yo, por cierto, no me satisfago siempre con las acciones infundadas (si bien esto no es una constante), sino que trato de que estas sean deducidas desde hechos concretos. Mientras muchos se conforman con saber que van a celebrar, yo no puedo evitar acordarme de que hay una razón concreta para la celebración y deducir, desde este recuerdo, que tal acontecimiento debiera ser traído a la memoria consciente y colectivamente entre quienes se han reunido. Podría alegarse que no es necesario porque todos lo saben de antemano, pero entonces también podríamos decir lo mismo acerca de la misa y censurar que el sacerdote narre nuevamente, en cada ocasión, el mito de la Última Cena. Las historias hacen que nuestra vida cotidiana tenga sentido y también así los eventos que celebramos. Sin una historia detrás de un evento que es celebrado anualmente en la misma fecha —pues no se trata de una reunión de esparcimiento surgida espontáneamente—, este pierde su sentido y nos hace preguntarnos por qué lo hacemos cada año y si acaso es correcto que sigamos haciéndolo. Será correcto y apropiado, en verdad, mientras recordemos la historia que le da sentido y la narremos efectivamente en el momento de conmemorar el evento.

Ya llevo poco más de dos meses en Canberra y, para mi fortuna, no se han hecho realidad los vaticinios de quienes profetizaron mi deseo de permanecer acá después de haber llegado. He estado sumamente ocupado con la fatigosa tarea de reunir los textos que utilizaré en mi investigación y traducirlos. Fortuitamente, encontré ayer una lista con versiones del mito del Juicio de Paris, entre las cuales había algunas que no tenía registradas: unas veinte aproximadamente. Hoy verifiqué sus ubicaciones y pude recolectar la mitad de ellas: en adelante, trataré de recolectar las demás y de ubicar algunas cuya fuente no he podido descifrar aún. Si bien esto me atrasa con respecto a mi plan inicial de concluir con la recolección y traducción en septiembre, siento que este atraso está justificado por el enorme tiempo que ha demandado la recolección, por mi asistencia a talleres que me ayudan a mejorar mis cualidades como investigador y por las dificultades que he tenido para instalarme en la ciudad (particularmente cuando me mudé de Aranda a la universidad). No obstante, debo reconocer que me resulta muy placentero darme cuenta de que estoy dedicándome por completo a la investigación académica. Hay detalles incorregibles, pero las cosas están saliendo como me gustaría que resultaren.

No puedo dejar de mencionar que el deseo de recordar algo para siempre, como recordamos hoy la constitución del Primer Gobierno Nacional de Chile, muchas veces lleva a que haya quienes pretenden destruir ese recuerdo. Ya desde la Antigüedad, los gramáticos de la Era Helenística o Alejandrina se esmeraban en desmentir a Homero y también la antigua religión griega: esta última tarea fue proseguida por los primeros cristianos, quienes equipararon las historias sagradas (mitos) de la religión antigua con alegorías de la naturaleza para desmentirlas en cuanto a su carácter sacro y verdadero. En la batalla contra los poemas homéricos, Aristarco acusó que la mención del Juicio de Paris al comienzo del canto vigésimo cuarto de la Ilíada era una interpolación, pero la filología del último siglo lo ha desmentido categóricamente. Asimismo, podríamos decir que los empeños de los primeros cristianos fueron desmentidos (indirectamente) por los estudios antropológicos de Lévi–Strauss, quien puso el origen de las historias religiosas en el interior del hombre y no fuera de él de acuerdo con sus investigaciones.

En ocasiones, el discurso parece no bastar y pasa a la acción o, cuando menos, a un llamado hacia la acción. Los más importantes ataques que recibió la Biblioteca de Alejandría contuvieron este mismo origen: o al menos eso es lo que argumentan las fuentes con las que contamos. Y así también estaba inspirada la arenga de los futuristas para quemar las bibliotecas y los museos. Recuerdo que le comenté algo de esto a Marco Antonio, precisamente dos años antes del día en que falleciera, cuando hablábamos del vicio ideológico en la aplicación de criterios estéticos y yo mencioné cómo los futuristas propugnaban nuevas formas de arte, pero se oponían a la revaloración de la cultura romana, lo cual los hacía estar en acuerdo y en desacuerdo a la vez con el gobierno fascista. Pero nuestro tema estaba, inicialmente, en cómo era valorado históricamente el periodo inmediatamente anterior a la constitución del Primer Gobierno Nacional: cuando yo expresé la tradicional interpretación acerca de un periodo adormecido, él me advirtió que son periodos considerados interesantes desde la historiografía más reciente. Luego el tema pasó al fraccionamiento ideológico del Ejército chileno durante la década de 1960 y ahora, sintiendo que quisiera saber algo más acerca de esa interpretación historiográfica distinta para la Historia de Chile durante el siglo XVIII, me abstendría de consultar al respecto porque no quiero tener otro informante.

Borges ha intentado tranquilizarnos diciendo que, por mucho que haya quienes intenten destruir el pasado, este sobrevive y no deja de mostrarnos sus huellas constantemente, pero de todas maneras siento inquietud por aquellos que intentan destruir el pasado. Debe ser porque valoro cada documento y cada pieza de papel que pueda servir como testimonio o evidencia. Creo comprender ahora el aborrecimiento de Raúl Ibáñez hacia Ricardo Lagos a causa, según él mismo me confesó, de que ordenara destruir una infinidad de documentos antiguos que eran guardados en el Archivo Nacional. Las historias no pueden mantenerse en la mera oralidad: hace milenios que necesitamos del documento y la evidencia. Por eso es importante documentar todas las versiones posibles del mito del Juicio de Paris: resulta evidente que muchas se perdieron en los incendios de Alejandría, pero no podemos permitirnos que pase lo mismo con las que conservamos hoy. Porque estos testimonios son tan importantes para la posteridad como puede serlo para uno la conversación que mantuvo con un amigo que ya no está justo dos años antes de que muriera.

jueves, 29 de abril de 2010

Aceptado en la Universidad Nacional Australiana


El proceso para llegar a este punto, que era imprevisible para mí cuando recién comenzó esta esforzada ruta, ha sido largo y tortuoso. Como el hombre metódico que soy, tenía establecida una estricta planificación para mis estudios hace unos cuatro años atrás: planeaba terminar en primer lugar la Pedagogía en Castellano, comenzar la Licenciatura en Filología Griega y Latina (el mismo año que planificaba esto) y seguir con ella hasta terminarla por completo, continuar luego con el Magíster en Estudios Clásicos con mención en Lenguas Griega y Latina y lo que venía después era algo difuso, pero tenía la intención de hacer un Doctorado en Filología Clásica en el extranjero valiéndome de la beca Presidente de la República. Pero todo esto cambió súbitamente en septiembre del año antepasado. Reunido con el entonces Prorrector de la UMCE, don José Martínez, él me recomendó insistentemente que postulara a la recién estrenada Beca Bicentenario para ingresar en algún programa de Magíster de una universidad australiana o neocelandesa. Yo no estaba muy convencido, pero él fue tan persuasivo que terminé por aceptar su recomendación. Reuní, penosamente, todos los antecedentes y documentos necesarios para postular. Gasté mucho tiempo y dinero para presentar mi postulación a la beca, sabiendo que echaba por la borda mi cuidadosa planificación vigente hasta entonces. Después de esperar algunas semanas, terminé por saber que no había sido seleccionado. A pesar del abatimiento inicial, no me rendí y, después de protestar frente a Conicyt y remitir una carta al periódico para denunciar su indolencia, postulé al programa Becas Chile Internacional, aprovechando toda la documentación que ya tenía reunida. Esta vez sí me vi favorecido —tal como lo había merecido desde un principio— y comencé con el segundo ciclo de dolores de cabeza: la postulación a la Universidad Nacional Australiana.

Elegí la Universidad Nacional Australiana por cuatro razones: 1. tenía establecido un contacto con quien será mi profesora guía; 2. tenía reunida información necesaria y relevante para hacer la postulación en esa universidad; 3. es la mejor universidad de Australia según los rankings internacionales, y 4. podía postular de forma delegada, lo cual me liberaba de pagar el costo de postulación. El programa escogido era el Master of Philosophy in Classics. Y bien: hice mi postulación por marzo del año pasado y esta resultó en el envío de una oferta condicional desde la universidad, lo cual significaba que debía rendir algún test de inglés y obtener cierto puntaje mínimo para ser aceptado incondicionalmente. Recibí esta oferta a principios de mayo y ese mismo mes comencé a asistir a un curso para preparar el TOEFL. Fue un mes duro, puesto que la dinámica impuesta por el curso de inglés y el trabajo diario en aquel desagradable liceo me empujaron a congelar la Licenciatura en Filología Griega y Latina, alejándome de mi querido Centro de Estudios Clásicos. Rendí el TOEFL a principios de junio (el día sexto si no falla mi memoria) y aguardé ansiosamente los resultados durante un mes. Necesitaba obtener un puntaje total de 90 con al menos 20 puntos en cada sección. Mi puntaje total fue 97, con 29 puntos en Reading, 25 en Listening, 19 en Speaking y 24 en Writing. El hecho de que me faltara un punto en una de las secciones significaba que no cumplía con los requisitos y, por lo tanto, la universidad no podía remitir una oferta incondicional. Desembolsando más dinero aun, solicité una reevaluación de esa sección y esperé otra vez con angustia durante dos semanas para saber que mi puntaje original había sido confirmado. Decepcionado y nervioso, decidí que, en lugar de rendir un test para demostrar mi competencia en la lengua inglesa, sería mejor tomar un curso de nivelación en la misma Universidad Nacional Australiana y, recomendado por mi orientadora de la agencia de postulación Latino Australia Education, solicité una package offer, es decir, una oferta que incluyese un curso de nivelación de inglés y el programa de magíster. Esto implicó hacer una nueva postulación y esperar la llegada de una nueva oferta condicional: fue entonces cuando adquirí la costumbre de revisar la casilla de correo electrónico cada mañana, a pesar de que me levantaba muy temprano. Y no me contenté con revisar mi casilla todos los días al levantarme y antes de acostarme, sino que incluso telefoneé desde Chile a la universidad en tres ocasiones. Tardó tanto que todavía siento que la espero, aunque llegó hace meses. Una vez que hubo llegado, me di cuenta de que no podría aceptar la package offer porque implicaba que yo pagara (de mi bolsillo) cinco mil dólares australianos para cubrir el costo del curso de nivelación de inglés: no tenía ese dinero y no lo podía obtener dentro del plazo fatal (hasta enero de este año) para cancelar el curso. Mi única opción, entonces, era rendir nuevamente un test de inglés y aprobarlo (o rendir tantos tests cuantos fuesen necesarios para obtener los puntajes requeridos). No quise tomar nuevamente el TOEFL y me inscribí para rendir el IELTS. Además, tomé un curso de forma particular para prepararme. Esta vez sí obtuve los puntajes solicitados por la universidad y recibí anteayer la carta de oferta cuyo fragmento encabeza esta entrada.

La historia es larga y tediosa, pero parece importante conocerla para comprender el proceso que ha implicado conseguir ese documento. Ha implicado muchas dificultades, mucha espera que aparenta ser inacabable. Pienso que pudo ser mucho más sencillo, pero mi inexperiencia y las circunstancias que rodearon toda la situación hicieron que las cosas ocurrieran así. Sin conocer la historia, tampoco se valoraría mucho el salto que estoy dando, desde la 16ta universidad del ranking chileno a la 17ma universidad del ranking mundial. Creo que vale la pena hacer esto y esforzarme tanto si he decidido dedicar mi vida o una parte importante de ella a los asuntos académicos; de otra manera, no podría menos que considerarme a mí mismo un mediocre.

domingo, 21 de marzo de 2010

Haciendo clases de Lengua Castellana

Durante febrero, fui contactado por un cliente para que le hiciera clases a su hijo, quien estaba postulando a 2do. Medio. La idea era que lo preparara en una serie de temas que estarían incluidos en un examen de admisión. Los contenidos incluían los géneros literarios, ciertas corrientes literarias contemporáneas, tipología textual, lingüística y medios masivos de comunicación.

El gran problema que se presenta cuando a uno le solicitan que enseñe cualquier contenido está en que no sabemos el enfoque que será utilizado para medir, posteriormente, lo que nosotros estamos enseñando. Claramente, yo podría haber enseñado a mi manera y de acuerdo con lo que estimo más correcto los contenidos que necesitaba mi alumno. Pero yo no sabía con precisión qué cosas le preguntarían en el examen de admisión: al menos estaba seguro de que esas preguntas se corresponderían con cierto enfoque acerca de los contenidos considerados. Lo más probable era que tales contenidos estuvieran orientados, en último término, a una buena competencia en el SIMCE: esto me daba ciertas luces acerca de hacia donde debía dirigir mis esfuerzos.

No obstante, aun cuando ya estaba definiendo en qué dirección debía guiar a mi alumno, se me presentaban dos problemas antes de poder continuar. De hecho, antes de siquiera poder planificar mis clases. El primer problema era que no existe una orientación suficientemente clara acerca de qué debe ser enseñado para responder bien las preguntas del SIMCE: el Ministerio de Educación, en Chile, impone una amplia serie de contenidos para todos los niveles de la educación básica y media, pero no especifica cómo deben ser enfocados ni qué contenidos concretos espera que sean entregados a los alumnos para enfrentar exitosamente el SIMCE. El segundo problema está en que, cuando accedemos a materiales orientadores acerca de tales contenidos (los libros de editoriales particulares aprobados por el Ministerio de Educación), nos damos cuenta de que muchos contenidos están expuestos erróneamente y, además, tienen contradicciones entre sí —al momento de comparar libros de editoriales distintas, a pesar de que todos están aprobados por el Ministerio (!).

Entonces advienen los enormes dilemas a la mente del profesor: ¿cómo entender que el Ministerio de Educación imponga lo que debe ser enseñado si la Constitución asegura la libertad de enseñanza? ¿Cómo aceptar, además, que uno deba enseñar contenidos que sabe erróneos? ¿Qué hacer para conseguir que haya un cambio en este sistema educacional impositivo y anti-liberal? ¿Cómo enteder, por último, que el Ministerio de Educación entregue su aprobación a textos de estudio que son contradictorios entre sí?

Es difícil resignarse a tal situación, pero no nos queda otra posibilidad de momento. Nuestros alumnos necesitan obtener buenos resultados en la enseñanza media, aprendiendo cosas erróneas, para que puedan postular con un buen promedio y rendir una aceptable Prueba de Selección Universitaria (que lamentablemente también es universal) y, finalmente, acceder a la educación universitaria. La universidad sigue siendo el bastión más libre de la educación en Chile; pero los «genios» de la enseñanza pretenden reducirlo a sus dominios, como ya hicieron con la educación básica y media, estableciendo un sistema de acreditación nacional. Este sistema no es tan coercitivo, pero utiliza medios comunicacionales para convencernos de que es bueno y hasta necesario. Incluso las propias universidades lo promocionan (!).

No es nada de agradable estar dictando una clase y saber, al mismo tiempo, que se enseñan cosas inútiles, sin valor y hasta equivocadas. Veo como algo remoto la posibilidad de que esto cambie; pero no pierdo la esperanza de que, algún día, sean los propios establecimientos de enseñanza básica y media quienes escojan sus contenidos libremente y sean las propias universidades las que apliquen sus medios de selección: entonces no habría un SIMCE y una PSU guiando totalitariamente la educación del país, sino que todos podríamos enseñar y aprender con libertad, como lo asegura la Constitución.

jueves, 4 de febrero de 2010

Discurso en homenaje de la Dra. Giuseppina Grammatico

Me complace dirigirme a ustedes, en nombre de los alumnos de Licenciatura en Filología Griega y Latina, para homenajear a la gran mujer que fue Giuseppina Grammatico. Doctora en Letras Clásicas, Magíster en Filosofía, profesora de Lenguas Clásicas, Literatura Antigua y Mitología Grecorromana, destacó sobre todo por su extensa obra referida al filósofo–poeta Heráclito y a las reflexiones en torno a diversos ámbitos del mundo antiguo y por conducir, desde su fundación hasta la muerte de ella, el Centro de Estudios Clásicos de la UMCE. Sean estos los laureles más vistosos que conserve en la memoria colectiva el nombre de ella, brindándole una existencia digna y afamada incluso después de su muerte.
Todos los esfuerzos de ella estaban concentrados en el objetivo global de contraer hacia nosotros el cúmulo de textos y testimonios del mundo clásico para comprenderlo, interpretarlo y enriquecernos a través de ellos. No por nada sostenía que el conocimiento del mundo clásico no servía tanto para la subsistencia cuanto para la existencia. Y he aquí un punto decisivo en la cruzada por los estudios clásicos: gran parte de Occidente parece haber olvidado sus orígenes, extraviando su espíritu, a causa de una sumersión en los asuntos cotidianos. La mayoría de los hombres, enredada en los negocios del diario vivir, carece del tiempo y, quizá, hasta del interés requerido para internarse en los estudios clásicos.
Sin embargo, la profesora Giuseppina también sostenía que ellos no son algo de élite, como pretendían catalogarlos erradamente algunas personas. Debemos admitir que son pocos los que decidirán abocarse sobre un campo de estudios que difícilmente contraerá el sustento necesario para todos en nuestra vida diaria. Pero también es necesario reconocer que todos llevamos dentro el espíritu de la cultura clásica, puesto que él viene junto con la lengua y con las costumbres transmitidas desde los inicios de la Historia de Occidente. De esta manera, no debiera resultar extraño para ninguno conocer los testimonios más antiguos de aquello que hasta hoy cargamos en nuestro interior: el espíritu occidental. A causa de esto, podemos sostener que los estudios clásicos no son para una élite, sino que son abordables para todos los hombres, especialmente para aquellos integrados en la cultura occidental, puesto que estos últimos no estarían descubriendo algo extraño al internarse en ellos, sino develando algo que ya llevan dentro de sí mismos.
Aparte de lo anterior, también podemos testimoniar la imposibilidad de desvincularnos desde lo clásico a causa de que las huellas de esto están marcadas a lo largo de toda la obra y la Historia de Occidente: su carácter fundante y elemental aparece una y otra vez en nuestro mundo.
A tres meses de su fallecimiento, es placentero asistir a una reunión en la cual no solamente recordamos el nombre de Giuseppina Grammatico, sino que ofrecemos testimonio vivo de la continuidad de su obra con la publicación de dos números de la revista Limes y un ejemplar de la colección Iter. Estas publicaciones, iniciadas por ella en el seno del Centro de Estudios Clásicos, son solamente una muestra de la ardua tarea que la doctora Grammatico llevaba a cabo mientras vivió y nos dejó, como pesada y difícil carga, a quienes heredamos su legado. Pero nosotros, que la conocimos, fuimos capaces de percibir la fuerza de su espíritu y esto nos empuja a continuar la obra que ella levantó y condujo durante casi veintidós años. Asimismo, seremos nosotros los responsables de transmitir hacia otras personas este mismo amor por los estudios clásicos para conseguir que esta llama no se extinga, sino que siga ardiendo tenazmente junto a las otras que conforman esta universidad y el mundo académico en general.
El Centro de Estudios Clásicos no solamente destaca por conservar conocimientos valiosos, fundacionales y, en ocasiones, olvidados. También destaca por ser un ejemplo de virtud, de corrección académica y de empeño. Es un ejemplo de virtud porque guarda el tesoro de los mores maiorum, las costumbres de los antepasados. Es un ejemplo de corrección académica porque se ha definido siempre como una institución ciento por ciento académica y cero por ciento política o religiosa o de cualquier otro orden. Es, además, un ejemplo de empeño porque, con limitados recursos humanos y materiales, ha logrado varios éxitos y se ha mantenido firme a lo largo del tiempo.
Vale la pena recordar, también, que el Centro de Estudios Clásicos ha tenido siempre las puertas abiertas para quienes se han acercado hasta él en busca de conocimiento y/o material académico. También, por otra parte, ha contado con la presencia de destacados profesores nacionales y extranjeros que han concurrido hacia él para dictar diversos Seminarios. Ha llevado a cabo, además, diversos Congresos académicos tanto en Chile como en otros países, contribuyendo de una manera única a la difusión de nuestra universidad como institución relevante en el extranjero.
Todo lo que es y lo que vale el Centro de Estudios Clásicos hoy en día forma parte del legado de la profesora Giuseppina: no ignoramos que ella contó con la colaboración de muchas personas; pero tampoco pasamos por alto que ella, ejerciendo la dirección del Centro, imprimió un sello personal sobre él y lo condujo hacia las más altas cumbres de la Academia, desde donde pretendemos seguir elevándolo.
Magistra Giuseppina requiescat in pace.