miércoles, 28 de junio de 2017

In memoriam Eduardo Macaya

Originalmente publicado en enpelotas.com.

El profesor Macaya me hizo clases de matemáticas y de matemáticas aplicadas durante los años 2000 y 2001, cuando cursaba 3ro y 4to medio con mis condiscípulos borgoñinos. La Parca, inflexible, lo ha separado del mundo justo el día en el que decidí hacer una migración masiva de mis datos y de mis mensajes de correo electrónico: un día de recuerdos y de reorganizaciones. Macaya marcó un hito en mi formación con su pausada pasión por el conocimiento y su respetable perfil de académico. No es raro, pues, que me acuerde de él de vez en cuando diciéndome con fingida afectación «¡diputado!» para burlarse de mi estricto formalismo.



El recuerdo de él que tengo guardado más hondamente en mi corazón es de cuando nos dio la tarea de deducir la ecuación de la elipse desde su definición: «el lugar de un punto que se mueve en el plano de tal manera que la suma de sus distancias a dos puntos fijos de este plano, llamados focos, es siempre constante». Cuando algunos se quejan lacrimógenos de que en la educación chilena no se enseña a pensar, yo me acuerdo de este episodio: porque este no es más que una muestra -emocionalmente importante para mí- de lo que era una práctica constante en el Liceo Manuel Barros Borgoño. ¿Que no se enseña a pensar? ¡Patrañas! ¡Esto solo lo pueden decir los porros que no prestan atención en la clase! Porque la clase es una «ceremonia solemne», como me dijo (¿o habré sido yo a él?) el profesor Macaya alguna vez para nuestro deleite burlesco de la formalidad excesiva.

Tengo certeza de que Macaya amaba las matemáticas en particular y el conocimiento en general por varias razones, de las cuales expondré aquí solamente la que me es más significativa. Luego de haber calculado los valores relativos a la ecuación de una circunferencia, si no me equivoco, con una recta tangencial a ella, y de haber expresado gráficamente estos valores en un plano, terminó su explicación afirmando: «esto es bello». Su tono de voz nunca parecía inspirado ni esotérico, sino serio y algo subterráneo: «esto es bello». No se trataba de una apreciación estética, sino una afirmación objetiva. Por supuesto que esta actitud de veneración hacia el conocimiento inspiraba una veneración hacia el maestro entre los alumnos. Y esta impresión se repetía en los casos de casi todos los profesores. Así que cuando uno lo veía fumando -siempre vestido semi-formal y a menudo bebiendo un café- en medio del pasillo de San Diego mientras conversaba con el profesor de filosofía (Bayer) y con el orientador (Cabezas), cada uno de los cuales merece capítulos aparte, se sobrecogía por la distancia intelectual que lo separaban de ellos.

Su carácter burlescamente afable también ganó el corazón de varios. Así fue ocurriendo mientras se refería al Barrientos como «señor Tapón» (sobre la base del sobrenombre que le habían puesto los alumnos) y lo mandaba a comprar una aspirina, lo cual era un quizá no tan sutil forma de referirse al tamaño de su cabeza, o mientras le decía al Contreras, el más obeso del curso, «¡está más delgado!» o mientras aclaraba que explicaría una primera vez para el curso y una segunda vez para Cancino. A mí también dirigía sus dardos cuando me saludaba diciendo en voz alta «¡diputado!» Me estimaba, no obstante, y esto se reflejó en alguna nota que resultó levemente más alta que lo esperable, lo cual él justificó diciendo que no evaluaba solo el rendimiento académico, sino también la cualidad moral de sus alumnos: esta argumentación sería desechada hoy en día, claro, porque los profesores de antaño también la utilizaban para aplicar el «uno disciplinario». Por supuesto, yo considero una barbaridad que haya quienes se opongan a esta forma de evaluación, porque no surge del capricho, sino desde el ojo experto del profesor como autoridad no solamente académica, sino también ética.

La forma en que explicaba los contenidos y en que vertía sus opiniones hacía parecer que sus afirmaciones no eran meras ocurrencias desechables, sino el producto de un sentido común agudo a la vez que sereno: el efecto de una sabiduría acumulada durante años de desempeño docente. Era la misma naturalidad con la que afirmaba que los alumnos de la especificidad matemática (entre los que yo me contaba naturalmente) estudiarían ingeniería en la universidad y, por lo tanto, tenían que aprender cálculo. Así que él mismo dictaba un taller de introducción al cálculo los días lunes por la tarde.

Mi generación, claro, está comenzando a sepultar sus viejas glorias y a levantar las leyendas acerca del pasado esplendoroso que vivió a causa de una nostalgia hipersensible, pero racionalmente infundada. ¿No lo han hecho todas las generaciones del mundo anteriormente? Supongo que sí. Resulta natural que añoremos los años en los que fuimos formados y en los que nos hicimos hombres, por cierto. No por nada siento que el Liceo Manuel Barros Borgoño es mi verdadera alma mater. Y lo digo fundadamente porque también es universidad: la honorable «Universidad del Matadero». Macaya es una de las figuras fundamentales en la construcción de esta leyenda. Su espíritu, su rigor, su seriedad: todo confabula para inspirar reverencia y admiración tanto hacia él cuanto hacia el liceo. Y estas impresiones son inseparables del proceso formativo que vivieron las generaciones educadas por él y sus colegas.

Yo mismo, por cierto, como profesor, aspiro más a ser como Macaya y los profesores que me formaron que como el modelo de profesor propuesto ahora. Yo no admiro los valores actuales, sino aquellos con los que fui formado. Y me sorprende que muchos de mis colegas se deshagan con tanta facilidad de aquellos principios con los que fue educada nuestra generación para «venderse» a o entregarse cobardemente en las exigencias actuales del ejercicio docente. Por esto mismo, resulta obvio, he tenido algunos vaivenes en mi ejercicio docente y no pocas quejas de algunos alumnos hipersensibles (excesivamente mimados en mi opinión). ¿Mi pecado? Poner el conocimiento en el centro del proceso educativo. ¿Terrible, verdad? Simplemente me niego a sucumbir a la charlatanería de las «inteligencias múltiples» y de que todos son igualmente capaces y de que los sentimientos de los «niños» son más importantes que la instrucción… ¡No, señora: su hijo es tonto y no hay nada que hacerle! Macaya no dudó, cuando estábamos en 4to medio, en hacer repetir a Barrientos porque consideraba que no estaba preparado para terminar la enseñanza media. Más de una vez le advirtió «yo no hago milagros» con la esperanza de que se esforzase un poco más.

Así que no. Me niego, en definitiva, a traicionar a quienes me educaron: yo no mancharé la memoria ni el nombre de Eduardo Macaya ni los de otros profesores que pasaron tantas rabias conmigo. De manera que espero continuar su legado. El de él y el de todo el liceo. Un verdadero amor por el conocimiento no es tolerante con la hipersensibilidad actual, sino que es riguroso y esforzado. Aun cuando yo lo haga más por escrito que en las aulas, espero expandir este espíritu hacia el futuro porque creo que es una de las cosas buenas que la generación anterior, la que me formó a mí, les puede legar a las generaciones que vendrán más adelante. Si de verdad creen que Macaya y los demás profesores de su generación les enseñaron algo bueno, no se alejen de sus lecciones, sino que transmítanlas tal como las recibieron desde ellos.

lunes, 19 de junio de 2017

Circa: preposición, no sustantivo

Originalmente publicado en El Quinto Poder.

Las palabras presentes en una oración pueden analizarse en varias dimensiones: la fonológica, la léxica, la semántica, la morfológica y la sintáctica. La palabra circa, en particular, merece mi atención ahora porque he observado un uso impropio de ella con función sintáctica de sustantivo, categoría léxica de sustantivo y sentido semántico de «año». La oración en la que constaté este uso aberrante es «ignoro circa [de la fotografía]».


Imagen: Patrick Marioné


Empezaré explicando lo más obvio: la preposición circa se usa cuando existe incertidumbre con respecto a una fecha. Por lo tanto, se omitirá cada vez que la fecha sea conocida con certidumbre. En la oración registrada, el hablante obviamente quiso decir año, no circa, puesto que no puede tener certidumbre o incertidumbre con respecto a una fecha que ignora: simplemente no la sabe, por ende, carece de certidumbre con respecto a su precisión. Además, circa no significa «periodo de tiempo», sino «hacia» o «alrededor de». Por lo anterior, no hace ningún sentido que un hablante declare «ignoro circa», porque lo que realmente ignora es el siglo o el año al que corresponde el fenómeno del que habla. Aun cuando circa es utilizada siempre con un sentido temporal, esta circunstancia no hace que la palabra sea homologable con otras como ratotiempo, año o siglo. Esto es lo que puedo decir en cuanto al aspecto semántico, que me parece el más relevante en el caso de la oración analizada.

En la dimensión fonológica, circa se pronuncia [’θirka] o [’sirka], dependiendo de la zona en la que nos encontremos. Su pronunciación latina era /’kirka/, no /’ĉirka/. En la dimensión léxica, se trata de una preposición, puesto que delimita la circunstancia de otra unidad significativa: no designa, como el sustantivo. En cuanto a la dimensión morfológica, circa es una palabra aflexiva, puesto que no está afectada por ninguna categoría gramatical: caso, género, persona, número, tiempo, modo, voz, aspecto. En la dimensión sintáctica, circa operará habitualmente como preposición, esto es, como un conector que integra un complemento: la estructura típica del conector hipotáctico en relación con un sintagma nominal.

Puesto que circa es conector, es posible apreciar otros aspectos en el análisis de esta palabra. En primer lugar, diremos que se trata de un conector hipotáctico, puesto que conecta unidades heterofuncionales (como verbo y adverbio o sustantivo y adjetivo); monofuncional, puesto que solamente tiene función conectante; temporal, puesto que su significado se refiere a esta categoría; aflexivo, puesto que su forma es invariable; oracional, puesto que conecta unidades que integran una oración (nexo) y no oraciones entre sí (ilativo); flectante, puesto que exige una declinación del nombre — decimos «hacia ti», no «hacia tú» — , y no clausular, puesto que no introduce cláusula, si bien no impide que una cláusula sea introducida después de ella.

La descripción comprehensiva sirve para darle sentido a la impropiedad del uso que señalé al principio: así distinguimos dónde está la desviación y dónde no. Se trata de un error en la dimensión semántica, primero, porque el significado de la palabra no corresponde a lo que el hablante intenta decir. También se trata de un error en la dimensión léxica, por cuanto circa es preposición y no sustantivo. Esto quiere decir que se trata de una palabra que delimita la circunstancia de otra unidad significativa. Esto significa que, en un sentido inespecífico, circa no señala hacia su propio referente, sino que circunscribe la relación de significado de otro referente. Un sustantivo, en cambio, sí señala hacia su propio referente, puesto que designa un fenómeno: el que sea. Se trata, por último, de un error sintáctico, puesto que circa opera habitualmente como preposición: como resulta natural en el caso de una preposición, uno espera encontrar el sintagma nominal a continuación para delimitar el complemento, pero esto no ocurre en el ejemplo susoscrito.

Al examinar con más detalle la oración, vemos que el hablante puso circa como objeto directo, integrando un complemento justo después de la preposición cero que la conecta con el verbo ignoro: «ignoro ø circa». Esto equivale a afirmar «ignoro desde» cuando uno quiere decir «ignoro lugar de origen». Obviamente, la preposición no debería estar en el lugar del sintagma nominal en este complemento: se trata de un error cometido por el hablante. Y es un error porque el hablante no ha puesto la preposición en este lugar de forma consciente, sino que en lugar de otra palabra que conoce y que sí se adecua al significado de lo que intentaba articular.

Es posible, por cierto, que circa ocupe el lugar de un objeto directo sin que se esté cometiendo un error. Lo hace cuando yo mismo escribí «el hablante puso circa como objeto directo». En este caso, por supuesto, estoy haciendo un ejercicio metalingüístico al utilizar la palabra para referirme a ella misma: resulta fácil verificarlo al notar que no puedo reemplazarla con otra equivalente, como año. Pero, en cuanto al uso señalado, no resulta admisible ni justificable desde las perspectivas aplicadas aquí.