sábado, 4 de mayo de 2013

Mis primeros recuerdos

Mis recuerdos más antiguos se remontan a mi niñez temprana, alrededor de los dos años. Tengo certeza de que tenía dos años cuando la Fabiola y yo queríamos mudar a la Linda porque ella era una bebé todavía y nació en marzo de 1986, de modo que yo ya tenía dos años cumplidos. Pero no estoy tan seguro de que tuviese precisamente dos años cuando mi papá me fue a matricular en el jardín infantil: sé que comencé a asistir a los dos años, pero no sé qué edad tenía cuando mi papá fue conmigo a matricularme. Recuerdo, sí, que era un día normal en el jardín infantil, porque varios niños se aproximaron a observarme en el patio mientras mi papá estaba en una oficina. Esto puede haber ocurrido a fines de 1985 o a principios de 1986 (desde marzo en adelante en todo caso), pero no tengo suficientes pistas en mi memoria para establecer con claridad la fecha.

Otro recuerdo vago tiene lugar en la casa de la tía María. Había una pieza de madera en el patio y tengo la impresión de que yo y mi familia habíamos pernoctado allí. Pero también creo recordar que ese día nos fuimos, de modo que no podemos haber estado viviendo allí (si bien esto ocurrió en algún minuto de la historia familiar). La tía María tenía un almacén y había colgado unas banderas chilenas para adornarlo, como se hace tradicionalmente en septiembre. Nos regaló algunos dulces cuando nos íbamos. También recuerdo una conversación en el living de la casa de mi abuela Ofelia: comentaban acerca de Papudo y la playa, que yo no tenía en mi memoria, pero imaginaba como un espacio separado con mallas como las que se usaban en el jardín infantil o la escuela municipal que estaba cerca de él (donde después asistí para hacer el Kinder y el 1ro básico).

Uno de mis recuerdos más antiguos debe ser de cuando, en una oportunidad, seguramente la mañana de un sábado o domingo, mis papás estaban todavía en cama con el César y yo estaba de pie junto a la cama ya levantado. Me pidieron que fuera al almacén de don Gustavo a comprar unas cajitas de Yogu-yogu. Esto debe haber ocurrido en 1985, puesto que la Linda no había nacido y aún vivíamos en esta habitación de la casa de mi abuela: después (cuando la Linda nació) vivimos en las piezas de madera que están en el patio trasero de la misma casa. Obviamente posterior es el recuerdo de haber despertado solo en estas piezas mientras se escuchaba música y risas en la casa de mi abuela: me puse a llorar y en algún minuto apareció mi tío Nibaldo, me tomó en brazos y me llevó a donde estaban todos. Recuerdo que me sentí repentinamente abandonado al notar no solamente que no había nadie conmigo, sino que todos estaban disfrutando de una amena reunión en mi ausencia.

Otro recuerdo temprano, del año 1986, consiste en que yo acompañaba a mi mamá a la reja de la casa de mi abuela para que el furgón escolar recogiera al César por la mañana y lo llevara al Colegio Chile. Cada mañana pasaba caminando una chiquilla escolar adolescente que me saludaba y con quien me sonreía muy amablemente, si bien yo recuerdo solo una de estas ocasiones. Y también recuerdo haber acompañado a mi mamá en uno de los paseos que le daba a la Linda en coche: me gustaba montarme en la parte trasera de él, sosteniéndome de pie sobre un eje metálico que lo atravesaba.

Estas memorias son inútiles o tienen una utilidad desconocida para mí. Pero me gusta tenerlas porque me agrada recordar mi pasado y vincular los lugares y las personas con hechos acontecidos anteriormente. Me agrada, por cierto, narrar cómo estoy vinculado con lugares o personas específicas, aunque sean desconocidos para mi interlocutor. Hay un placer intrínseco en la narración de estos eventos, posiblemente similar al que se encuentra en los cahuines. Contar historias no solamente es placentero para quien narra (y potencialmente para quien escucha), sino que también sirve para construir relaciones. Porque, cuando estamos conociendo a alguien, no basta con entregar un discurso descriptivo acerca de nosotros mismos, sino que tenemos que efectivamente narrar eventos de nuestra vida. Y la narración se distingue de la descripción porque implica un juicio de valor del narrador sobre lo que está contando. Esto demuestra, por cierto, que es inevitable anteponer juicios de valor sobre lo que relatamos y lo que nos relatan: alguna vez alguien me dejó de hablar tras acusarme de haber sido prejuicioso con respecto a algo que me contó. Yo creo que esto es inevitable.

Las memorias narradas, pues, nos contraen placer y establecen lazos entre nosotros y quienes conocemos. Implican, por cierto, juicios de valor de parte de nosotros (como toda narración). Son estos juicios, creo, los que marcan de manera definida nuestra personalidad y la percepción que los otros tienen de nosotros. Nuestras opiniones sobre las historias construyen tanto las amistades como las enemistades. Porque es en el consenso donde se construye el placer de compartir nuestras historias con alguno y en el disenso donde surge el disgusto de hacer lo mismo con otro.