miércoles, 27 de septiembre de 2017

Coleccionistas privados del patrimonio cultural

Originalmente publicado en El Libertario.

El dr Franz Dolveck se ha escandalizado al enterarse de que el fragmento de un códice del siglo 5to con una parte del texto sobre la vida de Augusto según Suetonio ha sido recuperado desde el lomo de un libro y se encuentra en una colección privada de acuerdo con lo informado por Robert Kaster en su libro C. Suetoni Tranquilli ‘De vita Caesarum libros VIII’ et ‘De grammaticis et rhetoribus librum’ (vi2). Dolveck considera que resulta moralmente cuestionable el hecho de que un códice se encuentre en manos de un particular y que es un delito que la información contenida en este códice no haya sido divulgada ni esté en condiciones de ser accedida públicamente. La queja de Dolveck forma parte de un discurso oficial en la academia que condena la propiedad privada de objetos arqueológicos y de documentos antiguos, así como de edificios históricos.


Este discurso oficial de la academia se funda en la necesidad que tienen los investigadores de las humanidades de acceder a los objetos arqueológicos, a los documentos antiguos y a los edificios históricos. Entonces el problema no está tanto en la propiedad privada de los objetos, sino en su acceso público. De hecho, prácticamente nadie pone en duda la excelente labor de instituciones privadas como el Museo Británico o el Museo Metropolitano de Nueva York o el Museo J Paul Getty de Malibú (California). Asimismo, algunos museos públicos no resultan tan amistosos con los investigadores: el Museo de Guyuán (Ningxia) me negó el número de catálogo de un jarrón bactrio del siglo 5to dC, afirmando que se trataba de información confidencial. Así, mientras el Museo Británico (privado) ofrece fotografías por encargo sin costo para cualquier persona que las solicite, el Museo de Guyuán (público) utiliza mentiras para ocultar el hecho de que el objeto más importante de su colección carece de número de catálogo. No deberíamos, sin embargo, caer en generalizaciones.

El asunto está en que mis colegas investigadores creen que su necesidad de acceder a los objetos arqueológicos les brinda el derecho de acceder a ellos incluso en contra de la voluntad de los dueños de estos objetos, como si nuestra necesidad investigativa impusiere una obligación sobre el dueño de cada objeto: la obligación de permitir el acceso (y la manipulación y la captura de imágenes fotográficas) a los investigadores.

Desde mi perspectiva, ninguna necesidad personal crea obligaciones sobre las personas que me rodean. Yo necesito respirar, pero no es la obligación de ninguno garantizar que yo tenga acceso al aire necesario: será muy amable de su parte que lo garanticen si, por casualidad, me estoy hundiendo en las olas; pero no se trata de una obligación. Este mismo principio se aplica sobre los objetos artísticos: resulta vital para mi investigación que yo acceda a ellos a través de descripciones y fotografías, pero no es la obligación del dueño de ninguno de mis objetos de interés garantizar el acceso a ellos ni permitir que sean fotografiados. Por supuesto que resulta frustrante saber que el objeto existe y no es posible acceder a él, pero el respeto por la dignidad personal nos impide utilizar la fuerza (personal o estatal) para acceder legítimamente a él. Mis colegas investigadores harían bien en imaginar un paralelo con los textos referidos por Suidas o con los objetos descritos por Pausanias: testimonios culturales perdidos para siempre, pero de cuya existencia tenemos noticia gracias al registro que dejaron estos autores. Conservamos la esperanza de recuperar algunos, por cierto, pero lo mismo ocurre con los objetos arqueológicos en manos de privados: algunos se pierden o se destruyen, pero otros salen a la luz pública ocasionalmente. Y no hay manera de conseguir que todos los objetos arqueológicos estén protegidos. Esto es como la «guerra» contra las drogas: una batalla inútil y que termina creando más problemas que los que evita.

Dolveck, por ende, y todos los académicos que comulgan con él, por extensión, actúa motivado por un capricho egoísta (la curiosidad que impulsa a todos los investigadores) e intenta convencer al mundo de que su capricho vale más que el derecho y la dignidad de otro hombre. Él dice que guardar objetos arqueológicos resulta moralmente cuestionable, pero su actitud me parece incuestionablemente inmoral. También considera un delito que la información relativa a los objetos arqueológicos en manos de privados sea inaccesible al público, pero esto no es más que retórica para encubrir el delito que él mismo justifica y propone: que los objetos arqueológicos sean arrancados de sus dueños en contra de su voluntad y utilizando incluso la fuerza (hasta con riesgo de muerte). La miseria moral de Dolveck y de mis colegas académicos llega a este punto, por cierto: consideran que la vida de un hombre vale menos que su capricho investigativo.

Los comités de ética de la investigación harían bien en incluir este tópico: no solamente hay que tratar con dignidad a los sujetos de estudio en las ciencias naturales y sociales, sino que también hay que respetar la propiedad privada en las humanidades.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

El sino poético de Cassini

Originalmente publicado en El Libertario.

El 15 de septiembre, la sonda Cassini se precipitó hacia Saturno para darle término a una misión que se extendió durante veinte años desde que dejó la Tierra. Esta secuencia destructiva no tenía el mero propósito de eliminar el desecho o de evitar la acumulación de basura espacial, sino que resultaba necesaria para obtener datos que no podrían conseguirse de otra manera. La explicación me recuerda un pasaje del Evangelio: «Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto» (Juan 12.24). Me parece que esta concepción cristiana de que la muerte tiene un sentido trascendental es la que ha despertado la admiración mundial por la sonda Cassini.


La Radio Beethoven de Chile ha querido homenajear el espíritu sacrificial de Cassini con una selección de piezas musicales que se compone de piezas incidentales para películas como 2001: A Space Odyssey (Kubrick 1968) y Alien (Scott 1979). Después de haber leído este homenaje — lamentablemente anónimo — , pensé en lo apropiado que habría sido haber tenido un reproductor con un parlante montados en la sonda Cassini para que tocase alguna pieza musical mientras se precipitaba sobre Saturno en su órbita final. Naturalmente, esto no tiene ninguna utilidad práctica. Pero toda la misión de Cassini carece de utilidad práctica para quienes han expresado su admiración por ella. El sentido poético de que la sonda reproduzca una pieza musical que acompañe su caída basta para justificar que efectivamente lo hubiera hecho. Esta idea no es única ni tampoco tan extravagante: no solamente porque las sondas Voyager llevan sistemas de reproducción y música consigo, sino también porque el astromóvil Curiosity reprodujo la canción del «cumpleaños feliz» el 05 de agosto del 2013, un año (terrestre) después de haber aterrizado sobre Marte.

En el vacío del espacio que rodea a Saturno, no tiene ningún sentido práctico reproducir música: no habrá partículas de aire que vibren ni receptores (orgánicos o electrónicos) que recojan estas vibraciones. Pero esto no se trata de un asunto práctico, como ya dije, sino de un asunto simbólico: tenemos que saber que la música fue reproducida y que Cassini cayó sobre Saturno. No hay nadie en la órbita de Saturno que pueda presenciar la caída, pero ella nos emociona de todas formas. Lo mismo ocurre con la música: no es necesario que sea escuchada en las inmediaciones físicas de la sonda para que su sentido poético opere un efecto sobre los mismos que han manifestado su admiración por Cassini. Basta con que sepamos que se precipitó contra Saturno al final de su misión para recolectar datos únicos y que, mientras avanzaba hacia su destrucción, reproducía alguna pieza musical relevante.

Pensando acerca de cuál sería una pieza musical relevante para este momento único y especial, se me vino a la mente el 4to movimiento de la Sinfonía del Nuevo Mundo (Dvořák 1893), pero Tag Hartman-Simkins pensó en otras que considero más apropiadas, por cierto: el 5to movimiento — titulado «Saturno, el portador de la vejez» — de la suite Los Planetas (Holst 1918) o el preludio al 1er acto de Tristán e Isolda (Wagner 1865). ¿Cómo resolver un asunto de tanta importancia en tan poco espacio y con tan poca doctrina como la mía? Quizá convendría incluso pensar en un conjunto de obras más que en una sola pieza, pero esto habría dependido del tiempo con el que habría contado la sonda antes de abrasarse en la atmósfera de Saturno durante su última órbita alrededor del planeta.
«Sobre las cinco estrellas llamadas Planetas, debido a que tienen movimiento propio, dicen que son propiedad de cinco dioses. […] La tercera es de Ares. Se llama Piroente; no es grande; su color es igual a la que está en la constelación del Águila» (Cat. 43). Piroente significa «resplandeciente» según explica el traductor José del Canto (1992): es el nombre que le da Eratóstenes (s. 3ro aC) a Saturno en sus Catasterismos. Lo compara, por su color, con Altair, la estrella más brillante de Aquila. No estamos cerca de alcanzar Altair, que se encuentra a 16 años luz del Sol, pero ya hemos alcanzado e incluso «tocado» Piroente gracias a la sonda bautizada en honor de Jean Cassini (1625-1712).

La propia NASA contribuyó con el fenómeno de admiración mundial sobre Cassini al publicar, en abril, un video relativo a la etapa final en la misión de la sonda, el cual ha sido reproducido casi tres millones de veces. La música del video inspira una atmósfera heroica, épica, a la vez que melancólica: alude a la caída de un gigante o de alguien notable.

Las sondas espaciales merecen tener y llevar sus propias melodías para identificarlas y acompañar sus expediciones. Lo merecen en virtud del espíritu aventurero y heroico que revela la misma música que acompaña el video publicado por la NASA en abril. Si alguno osare cuestionar la utilidad o pertinencia de esta iniciativa, haríamos bien en compararlo con la hermana Mary Jucunda para que reflexione acerca de lo que está diciendo.