martes, 19 de agosto de 2014

Clases Particulares

Este año ha sido, en gran medida, tormentoso. Tuve que dedicar extensas jornadas a trabajar en la corrección de mi tesis desde, al menos, octubre del año pasado hasta julio de este año. El estrés postraumático tardó al menos un mes en irse, aunque ocasionalmente me pongo nervioso por alguna situación sin mayor importancia. Resulta difícil describir cuán agobiadora resultaba la situación. Trabajaba de lunes a domingo, unas catorce horas al día. En enero me di cuenta de que esto no era suficiente para entregar mi tesis a tiempo, así que decidí buscar a alguien que me ayudara en la distractiva tarea de buscar descripciones de objetos artísticos. Por supuesto que contraté a la mejor asistente, pero aun así tenía una carga de trabajo enorme. Cumplí con el plazo, pero omití varios aspectos y detalles que me persiguen ocasionalmente en mis pesadillas. ¿Qué autor fue el que mencionó las limitaciones de la investigación literaria en la interpretación del Juicio de Paris? Debo recordarlo para escribir una corrección de su juicio, puesto que encontré evidencia artística que ayuda a comprender mejor lo que dice Homero en Il. 24.29-30.

La realización de clases particulares me ayudó a cubrir los gastos en los que incurrí contratando a mi asistente y, ahora que ya no tengo asistente y remití la tesis, me están sosteniendo por completo. Me han preguntado, por cierto, por qué no me acojo a la seguridad y las garantías del trabajo institucional (en un colegio o liceo). Cierto, ofrecen un sueldo fijo, vacaciones pagadas, horario previsible. ¡Pero! También me piden que haga más de lo que alcanzo a hacer en el horario laboral, me piden que discipline a alumnos que no respetan ni a sus madres y que les enseñe contenidos que son útiles para contestar el SIMCE y la PSU, pero que carecen de valor académico real, me piden que no haga uso de mi autoridad en la sala, me piden que me responsabilice a mí mismo (no a los alumnos ni a sus padres) por el mal rendimiento —esto siempre termina en que los profesores les inventan buenas notas a alumnos que no saben nada y califican como sobresalientes a alumnos que no pasan de ser mediocres—, me piden que asista a reuniones soporíferas y sin sentido. En fin, me piden que no haga uso de mi sentido común y yo, si bien tengo el espíritu para esto (lo he verificado anteriormente), prefiero no hacerlo porque entiendo que me hace mal. Cada vez que me preguntan explico un poco más o menos lo mismo.
Las clases particulares, en cambio, son una fiesta de satisfacción anímica y académica. Les ofrezco la más alta exigencia a mis alumnos y ellos están felices de que así sea. Acordamos tarifa y horarios de forma independiente, sin la intervención de nadie que pretenda «mejorar» las condiciones de nuestro contrato privado. Con solo tres alumnos, este mes voy a ganar más de lo que ganaba el 2009 con mis 31 horas de clases. Ciertamente el próximo mes perderé a uno que se va al extranjero, pero prefiero todavía tratar de conseguir otros que rendirme y someterme a las torturas que describí en el párrafo anterior. Porque tanto en la educación institucional cuanto en la personalizada hay tortura; pero en esta es voluntaria y, en aquella, obligatoria. Se trata de una gran diferencia. La tortura voluntaria conduce a una satisfacción mutua, mientras que la obligatoria condena a un disgusto de ambas partes. Y ya no digo «mutuo» aquí porque este disgusto no es compartido, sino que se experimenta por separado. Las clases particulares, pues, cuentan con una gran ventaja en frente de las institucionales.

Me resistiré, por lo tanto, cuanto tiempo me sea posible. Claudicaré, sin embargo, en el caso de que ya no pueda sostenerme: el peso de la realidad resulta irresistible para cualquier mortal.

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