La realización de clases particulares me ayudó a cubrir los
gastos en los que incurrí contratando a mi asistente y, ahora que ya no tengo
asistente y remití la tesis, me están sosteniendo por completo. Me han
preguntado, por cierto, por qué no me acojo a la seguridad y las garantías del
trabajo institucional (en un colegio o liceo). Cierto, ofrecen un sueldo fijo,
vacaciones pagadas, horario previsible. ¡Pero! También me piden que haga más de
lo que alcanzo a hacer en el horario laboral, me piden que discipline a alumnos
que no respetan ni a sus madres y que les enseñe contenidos que son útiles para
contestar el SIMCE y la PSU, pero que carecen de valor académico real, me piden
que no haga uso de mi autoridad en la sala, me piden que me responsabilice a mí
mismo (no a los alumnos ni a sus padres) por el mal rendimiento —esto siempre
termina en que los profesores les inventan buenas notas a alumnos que no saben
nada y califican como sobresalientes a alumnos que no pasan de ser mediocres—,
me piden que asista a reuniones soporíferas y sin sentido. En fin, me piden que
no haga uso de mi sentido común y yo, si bien tengo el espíritu para esto (lo he
verificado anteriormente), prefiero no hacerlo porque entiendo que me hace mal.
Cada vez que me preguntan explico un poco más o menos lo mismo.
Las clases particulares, en cambio, son una fiesta de
satisfacción anímica y académica. Les ofrezco la más alta exigencia a mis
alumnos y ellos están felices de que así sea. Acordamos tarifa y horarios de
forma independiente, sin la intervención de nadie que pretenda «mejorar» las
condiciones de nuestro contrato privado. Con solo tres alumnos, este mes voy a
ganar más de lo que ganaba el 2009 con mis 31 horas de clases. Ciertamente el
próximo mes perderé a uno que se va al extranjero, pero prefiero todavía tratar
de conseguir otros que rendirme y someterme a las torturas que describí en el
párrafo anterior. Porque tanto en la educación institucional cuanto en la
personalizada hay tortura; pero en esta es voluntaria y, en aquella,
obligatoria. Se trata de una gran diferencia. La tortura voluntaria conduce a
una satisfacción mutua, mientras que la obligatoria condena a un disgusto de
ambas partes. Y ya no digo «mutuo» aquí porque este disgusto no es compartido,
sino que se experimenta por separado. Las clases particulares, pues, cuentan
con una gran ventaja en frente de las institucionales.
Me resistiré, por lo tanto, cuanto tiempo me sea posible.
Claudicaré, sin embargo, en el caso de que ya no pueda sostenerme: el peso de
la realidad resulta irresistible para cualquier mortal.
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