Imagen: Radio Morena |
Carlos
Magro ha repetido un mantra tan común en educación que seguramente les causa náuseas
a todos los que hemos estudiado pedagogía desde que este mantra fue introducido
tanto en los programas universitarios cuanto en las directrices
gubernamentales: que la educación no debe concentrarse tanto en la transmisión
de conocimiento cuanto en el entrenamiento de competencias. El profesor, por
supuesto, ya no tiene autoridad en este esquema: él deviene semáforo y nada
más.
En una entrevista
muy reciente, George Steiner declara que «estoy asqueado por la educación
escolar de hoy, que es una fábrica de incultos y que no respeta la memoria»
justo después de haber dicho que «la poesía me ayuda a concentrarme, porque
ayuda a aprender de memoria y yo siempre, como profesor, he reivindicado el
aprendizaje de memoria».
El
conocimiento, como todos sabemos, es retenido con la memoria. Así que no basta
con haber adquirido la habilidad de buscarlo y efectivamente encontrarlo: si no
somos capaces de retenerlo, malgastaremos una gran parte de nuestra vida en
buscar una y otra vez el mismo conocimiento. Aparte de esta característica
básica, el conocimiento memorizado tiene ciertas virtudes, puesto que permite
relacionar conceptualmente fenómenos que no parecen vinculados a primera vista
y despierta habilidades superiores del entendimiento humano. Esta última afirmación
no solamente suena bien, sino que además ha sido respaldada con evidencia científica por la dra Danielle Brimo: ella demostró que la conciencia
sintáctica resulta crucial en el proceso de la comprensión de lectura y que
esta conciencia sintáctica depende —qué contrariedad— del conocimiento
sintáctico.
Cambiar
el paradigma educativo —corolario del mantra anterior que no lleva más que al
gatopardismo— no es tan sencillo como decir «sale el conocimiento, entran las
competencias», puesto que las competencias no pueden —insisto: no pueden—
desarrollarse sin conocimiento memorizado con anterioridad.
Argumentan,
los defensores del mantra, que el conocimiento está abiertamente disponible en
Internet para cualquiera que desee obtenerlo. Y, ciertamente, el conocimiento
está ahí. Pero de inmediato nos encontramos con problemas. El conocimiento
solamente tiene utilidad cuando está en la memoria de alguien, no cuando está
en la memoria de un computador. Por otra parte, los alumnos de enseñanza media
—más aún los de básica— son torpes a la hora de buscar y encontrar
información en Internet. Claro: los defensores del mantra asumen que, como los
niños son «nativos digitales», no enfrentarán ninguna complicación a la hora de
buscar y encontrar información en Internet. Pero lo cierto es que estos niños
—adolescentes en realidad— no tienen idea de cómo llevar a cabo esta operación
básica: ignoran las funciones de Google para buscar frases exactas, para buscar
definiciones, para buscar tipos de archivo, para buscar en sitios web
específicos, etc. Ellos saben jugar League
of Legends (Riot Games 2009), por supuesto, pero no tienen la menor idea de
cómo buscar o encontrar información abiertamente disponible en Internet. Y les
tengo una mala noticia a los defensores del mantra: los comandos para utilizar
esas funciones son más eficientes cuando han sido aprendidos de memoria. Es
cierto que pueden ser encontrados al hacer una búsqueda en Google, pero dudo de
que nuestros alumnos los hallen.
Quizás a
los defensores del mantra les haría bien recordar que nuestra civilización ha
sido capaz de llevar hombres a la Luna (y traerlos de vuelta a salvo) sin haber
aplicado el cambio de paradigma que ellos tanto anhelan. ¿Cómo es que llegó a
ocurrir esta calamidad? Un poco de sentido común nos haría bien ahora: todas las
habilidades necesarias para constituir un imperio (Alejandro Magno), para
escribir el Quijote y para llegar a
la Luna se adquieren al poner en relación conocimientos memorizados. Sin ellos,
no vale la pena siquiera intentarlo. Por supuesto, mientras más conocimiento
hayamos memorizado, mejor.
También
les haría bien saber a los defensores del mantra que no todo el conocimiento de
la humanidad está «abiertamente disponible en Internet». No recuerdo alguna
medición precisa, pero me atrevería a decir que ni siquiera una tercera parte
del conocimiento acumulado por la humanidad está disponible en servidores
conectados a la red. Miles de artículos académicos en revistas antiguas (y
otras no tanto) nunca han llegado a Internet: con fortuna, alguno podrá estar
citado en otro más reciente, pero muchos otros ni siquiera aparecen nombrados.
Miles de libros corren la misma suerte: podemos encontrar sus títulos con
cierta frecuencia, pero ni una línea de sus contenidos. ¿Quién sino los
profesores podrán suplir el espacio en blanco con el que se enfrentan los
alumnos en estos casos? No obstante, la administración gubernamental, siguiendo
las recomendaciones de los defensores del mantra, nos mantiene marcando rojo,
amarillo o verde.
Cualquiera
que obtenga conocimientos los podrá aprovechar en el desarrollo de habilidades
de acuerdo con sus propias capacidades —porque estas tampoco son idénticas
entre un individuo y otro. Ciertamente, es posible mejorar las habilidades de
los menos dotados a la vez que perfeccionamos las de los que tienen habilidades
innatas: el primer paso para hacerlo, naturalmente, es la transmisión y memorización
de conocimiento. ¿Cómo aprenderán los alumnos a distinguir sujeto y predicado
si no están al tanto de que ellos conforman un sintagma proposicional y de que
el sujeto es un sintagma nominal a la vez que el predicado es un sintagma
verbal?
Aparte
de difundir ese insensato mantra, Carlos Magro hace algunas afirmaciones
desafortunadas, como que las tecnologías están irrumpiendo en los procesos
educativos —lo cierto es que ya están plenamente instaladas en ellos y no se ha
tratado de una experiencia traumática— o que existe un modelo económico-educativo
basado en generar y gestionar la escasez —asumo que habla del modelo aplicado
en Venezuela— o que el trabajo en el aula debe ser colaborativo —Hannah Arendt
(The Human Condition) aclara que el
trabajo es estrictamente individual.
Carlos
Magro y los defensores del mantra difundido por él deberían aceptar que no hace
falta institucionalizar el «aprender a aprender» o el «aprender haciendo», puesto
que estos procesos ya están instalados en nuestra cultura y vienen operando
desde hace miles de años: declararlos verbalmente no ha hecho que funcionen
mejor. De hecho, ni siquiera la estatización de estos procesos los ha mejorado
de alguna manera, a pesar de la enorme propaganda difundida al respecto: quizá
el único efecto observable de esta medida sea la creencia dogmática de que el
Estado tiene el «deber» de proveer servicios educativos, pero nada más.
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