Esther
Miguel juzga
que, «en el marco neoliberal, los estudios sólo sirven en función de sus
salidas laborales». Esta afirmación, por cierto, incurre en una presunción
errónea y alcanza, consecuentemente, una conclusión equivocada. La presunción
errónea es que Japón funcione dentro de un «marco neoliberal». Lo que se ha
dado en llamar «neoliberal» es, vagamente, la ausencia de intervención
gubernamental en las actividades económicas de las personas. No obstante, esta
definición se ajustaría mejor al liberalismo económico y no se aplica a ninguna
realidad nacional o internacional de las que funcionan hoy en día. Como el
concepto «neoliberal» no se funda en una realidad ocurrente, sino que ha sido
construido ex professo para
justificar la intervención del gobierno en las interacciones económicas de las
personas, se trata de un mero «hombre de paja» y no de un fenómeno constatable
en la realidad. Por lo demás, resulta contradictorio que Esther achaque al
«neoliberalismo» la recomendación del gobierno japonés para eliminar las
carreras de humanidades de las universidades cuando el neoliberalismo se
construye, precisamente, desde la ausencia de intervención estatal.
La
conclusión de que «los estudios sólo sirven en función de sus salidas laborales»
resulta falsa tanto porque está fundada en una premisa falsa cuanto porque no se
corresponde con la realidad: las personas no solamente estudian porque quieren
acceder a plazas laborales específicas, sino también porque quieren recrearse
en la adquisición de conocimientos específicos y de habilidades analíticas e
investigativas. Ella misma muestra, por cierto, un conjunto de datos que
desmienten que los graduados de humanidades tengan menos oportunidades
laborales que los graduados de ciencias —asumiendo generosamente que estamos en
un marco «neoliberal».
No
vivimos en una economía «neoliberal» ni liberal, sino que fuertemente
intervenida por los gobiernos de todo el mundo. Y los estudios pueden servir al
propósito que cada individuo les dé: no solamente para acceder a un puesto de
trabajo específico.
Desde
mi punto de vista, la intervención del gobierno japonés no hace sino demostrar
nuevamente lo nefasto que resulta tener al Estado regulando la economía en
lugar de dejar que las personas interactúen libremente entre ellas. Si a
alguien le preocupan los efectos de esta libertad «excesiva» (otra contradictio in terminis sumamente
popular), esta persona manifiesta así lo poco que le importan las personas y lo
mucho que le importan las reglas estrictas e inflexibles. El verdadero lugar de
los graduados de humanidades en una comunidad económica solamente puede
descubrirse cuando dejamos que las personas interactúen libremente entre ellas,
no cuando interponemos obstáculos —regulaciones y tributos— en su camino.
El
comportamiento económico no difiere del comportamiento humano general: es arbitrario,
normado, simbólico y estructurado. Los intentos de controlar este
comportamiento —y cualquier otro— no solamente atentan contra la libertad
básica de cada persona de adecuarse o no a la norma de las comunidades con las
que interactúa, sino que además tienen efectos nefastos sobre el progreso
humano general.
Si
acaso las carreras de humanidades son útiles o no queda fuera de la discusión
cuando consideramos que las interacciones de las personas han de ser
voluntarias y no intervenidas por el gobierno: cada uno debería tener la
capacidad de resolver si quiere ofrecer o tomar este tipo de carrera. Las
mediciones que muestra Esther muestran, por lo demás, que no resulta
económicamente perjudicial graduarse en una de ellas.
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