Originalmente publicado en enpelotas.com.
Una publicidad televisiva del canal National Geographic y una publicación de 9GAG reflejan un prejuicio forjado en los años recientes: que es malo ser turista y resulta mejor ser un viajero. La diferencia entre uno y otro no está clara, por supuesto: quizá no pasa de ser un asunto nominal; pero implica un menosprecio de quien no hace la diferencia, el cual, por defecto, terminará etiquetado como turista.
La distinción entre turista y viajero opone conceptos generales como lo convencional (turista) y lo alternativo (viajero) o lo colectivo (turista) y lo individual (viajero). Y no se trata de elecciones inocuas, sino de exigencias generacionales. El Cristián me lo dijo hace (unos cinco) años en una conversación por Skype: tengo que haber viajado a Europa antes de cumplir treinta — es una exigencia social. Se trata de una exigencia cuyo peso jamás he sentido, pero él me aseguró que existe. Sin embargo, no basta con viajar: hay que hacerlo de acuerdo con parámetros determinados que te identifiquen como viajero o que, al menos, te dejen fuera del espectro del turista.
Supuestamente, el viajero escapa de las convenciones impuestas por el medio social. No obstante, debería reconocer que lo hace a causa de esta misma presión social apuntando en una dirección diferente: no se trata de una liberación — mon Dieu! — , sino de una sumisión idéntica a la del turista. El mismo afán de viajar parece obedecer a esta obediencia ciega de las prescripciones sociales: tiene que gustarte viajar o no serás reconocido como una persona y tienes que estar dispuesto a ahorrar y a gastar generosamente lo que ahorras en demostrarle al mundo que adoras viajar.
En lo personal, no me gusta hacer viajes que impliquen mucho esfuerzo o que no tengan una justificación racional para emprenderlos, como cumplir con una meta específica o visitar a un amigo. Cuando visité al Alonso en México hace tres años, él y sus papás insistieron en sacarme a pasear prácticamente todos los días por el DF primero y en Puebla después. Debo admitir que disfruté haber visitado la Basílica de Santa María de Guadalupe y la feria de antigüedades de Puebla (y la catedral del DF y las ruinas del Templo Mayor y las de Cholula), pero a mí me bastaba con haber estado de visita en las casas de ellos. Pensar en que debería estar más dispuesto a recorrer y a gastar energía solamente para satisfacer una exigencia social no solamente me agota en la imaginación, sino que me inspira una náusea instantánea.
Como consecuencia de lo anterior, tiendo a tratar despectivamente a algunas personas (especialmente si son cercanas) cuando me manifiestan la intención de hacer un viaje en general o uno que pueda calificarse como no-turístico en particular. ¡Pero qué lata desperdiciar tantas horas en un avión y viajando tan incómodamente! ¿Y qué vas a hacer allá de bueno? No le veo ni el sentido ni la utilidad: uno, como viajero, no aporta en nada al panorama de las pirámides y ellas no van a estar más o menos ahí si las visitamos o no. Tampoco nos harán más ricos ni más bellos ni más saludables ni más sabios: si uno quiere saber más acerca de algo, avanza mucho más leyendo literatura especializada que visitando un sitio. No existe, realmente, justificación racional para hacer estos viajes salvo el placer. Pero resulta mucho más probable que alguien lo haga por lo que me dijo Cristián: la obligatoriedad implícita de viajar y de hacerlo de acuerdo con un conjunto de reglas estricto.
Yo ya les he advertido a mis amigos: no me inviten a sus paseos buenos para nada. Si insisten y me convencen, lo haré solamente para hacer su experiencia lo más desagradable posible: me quejaré de cada detalle, refunfuñaré por cada paso y criticaré cada decisión. ¡A ver si así logro hacerles sentir un ápice del disgusto que me inspira la presión social de viajar y de ser un no-turista!
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