Originalmente publicado en El Libertario.
Hay un conjunto de textos «secretos» que escribí entre los años 2002 y 2004 (la primera mitad del pregrado en mi biografía académica). En ellos, utilizo las expresiones que inscribí en el título — goce estético y estremecimiento artístico — para referirme, respectivamente, al placer que causa la admiración de objetos o representaciones artísticas y al éxtasis que puede experimentar un espectador en virtud de esta misma admiración. Hablaba desde mi experiencia, claro, sobre todo en relación con la música: esa que me hacía sentir unos cosquilleos en distintas partes del cuerpo. La experiencia fue idéntica, no obstante, cuando contemplé el interior de la Catedral de la Ciudad de México hace cinco años.
El cerebro y la experiencia del arte
El año pasado, los investigadores Matthew Sachs, Robert Ellis, Gottfried Schlaug y Psyche Loui publicaron un artículo en el que exploran la relación entre las áreas de procesamiento sensorial del cerebro y las áreas de procesamiento emocional y social. Para hacerlo, sometieron a los sujetos a audiciones de piezas musicales. Los sujetos estaban divididos en dos grupos: por un lado, los que afirmaban haber experimentado escalofríos con su música favorita; por el otro, los que no. Las mediciones, que implicaron evaluaciones de los mismos sujetos sobre las piezas musicales escuchadas y también imágenes de su actividad cerebral, indican que, en efecto, los sujetos que informan haber experimentado escalofríos a causa de la música tienen una experiencia más intensa y una conexión más densa de materia blanca entre las áreas del cerebro susodichas.
Subjetividad y datos empíricos
Resulta arriesgado hacer afirmaciones con respecto a las experiencias personales sin contar con datos empíricos de por medio. Hace catorce años, yo escribí acerca de mi propia experiencia personal con respecto a lo que denominé «goce estético» y «estremecimiento artístico», pero no me remití a las experiencias de otras personas ni medí la actividad cerebral de nadie. La validez de mis reflexiones resulta discutible, por ende, puesto que ellas no tienen un carácter científico: son anecdóticas.
Me complugo, de todas maneras, enterarme de que hay investigación científica con respecto a este asunto sobre el que reflexioné hace más de una década y en el cual no había vuelto a pensar hasta ahora, cuando descubrí la existencia del artículo. Hay muchos temas, como este, sobre los cuales quisiera aplicar mediciones científicas para develar la estructura fenomenológica que yace tras ellos; pero obviamente no tengo todo el tiempo y los conocimientos y las herramientas y los recursos necesarios para llevar a cabo tal labor. Es una fortuna, para mí y para cuantos aprecian la búsqueda del conocimiento, que existan grupos como los de Sachs y compañía.
La cuerda floja del estremecimiento artístico
En uno de esos textos antiguos — que no tienen el destino de ver la luz, pero que sirven como fuente de inspiración (y también de honda vergüenza) para los actuales y futuros — , escribí que «sentir el estremecimiento artístico es comparable a encontrarse avanzando sobre una cuerda floja suspendida sobre el abismo más profundo y cuyos cabos se encuentran atados a las más elevadas de las cumbres». ¿Una imagen exagerada quizá? Me parece, no obstante, que es honesta: así es como lo sentía entonces al menos. Ahora estoy más viejo y apagado. Pero la capacidad de experimentar este estremecimiento artístico no ha desaparecido por completo.
En un afán por capturarlo, puse por escrito alguna vez (también durante el pregrado) las imágenes que me inspiraban algunas piezas musicales. El ejercicio tenía que ser hecho durante la reproducción de la pieza musical, claro. Así, con respecto al 1er movimiento de HWV 309, digo «Cuerdas graves lentas. Se suman cuerdas más agudas y complementan el sujeto propuesto por las graves. Leve desarrollo en torno a tonos similares, uniformes». Y, con respecto al 1er movimiento de BWV 1050, «El clavicordio, el viento y las cuerdas se envuelven en un juego de finuras y laberintos sonoros que desembocan en el sujeto fuerte, renovador». Estos fragmentos dan una idea de lo que tengo registrado, por cierto. Y, como resulta evidente, no transmiten el estremecimiento artístico ni el goce estético que estas piezas me suelen inspirar.
Goce estético y subjetividad
A veces uno duda, ciertamente, de que lo afirmado por Terencio en Haut. 77 — soy un hombre: no creo que nada de lo humano me sea ajeno — sea tan universal. Quizá el ejemplo más extremo sea el del parto. Pero este relativo al estremecimiento artístico puede sernos útil también. Tenemos mediciones empíricas verificando que algunas personas tienen experiencias más intensas que otras cuando escuchan su música favorita. Y, así, vuelvo a pensar en la imposibilidad de pertelar las mentes ajenas y de conocer sus honduras y sus cumbres y sus sombras y sus destellos… No solamente no somos iguales: cada uno es un misterio insondable para todos los demás, un sobre sellado del que no conocemos más que el aspecto exterior.
¿Cómo puede haber quienes pretenden y creen comprender las motivaciones y los deseos y las necesidades de los demás? ¿Cómo no se dan cuenta de que el capricho ni siquiera necesita de una motivación o de un deseo o de una necesidad? ¿Qué clase de necedad necesitaría alguno para convencerse de que entiende lo que quiero decir cuando hablo del «estremecimiento artístico»? Mi experiencia no es transmisible. Te la puedo explicar, pero no puedo hacer que la vivas. Porque la vida entera es así: una experiencia única e imposible de compartir verdaderamente con nadie.
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